El imperialismo y “el arte de matar”

El imperialismo norteamericano logró, pues, someter a gran parte de la humanidad a su dinámica autodestructiva haciendo de la guerra el estímulo vital de su sobrevivencia

El imperialismo y “el arte de matar”

Dada la innumerable cantidad de interpretaciones que existen sobre el problema en Ucrania, es necesario hacer hincapié en los fundamentos de un conflicto del que hasta ahora solo hemos visto en los medios de comunicación a nivel mundial un tratamiento superficial. Como muchos analistas han demostrado ya con suficiencia, la esencia del conflicto trasciende las singularidades de lo que Rusia o Ucrania representan como naciones; su participación responde sólo a una de las manifestaciones de un proceso económico de alcance mundial cuyas raíces están profundamente ocultas y que determinan en el fondo todos los movimientos geopolíticos que hoy presenciamos, a saber: el imperialismo como política económica. El tratamiento de este problema exigiría no sólo mayor espacio, sino explicaciones que requieren más de lo que un análisis de estas características puede arrojar. Aquí nos centraremos únicamente en una de las manifestaciones de dicho fenómeno: la relación entre guerra y capital.

La guerra, a diferencia de las explicaciones que vemos en los medios de comunicación tradicionales, no encuentra sus causas en problemas raciales, diferencias políticas o disputas nacionalistas. Mucho menos puede ser considerada un “accidente de la historia”. Su razón de ser, desde la aparición del sistema capitalista como sistema hegemónico, radica en la necesidad de las potencias económicas dominantes de mantener, por un lado, el statu quo, la actual correlación de fuerzas en las que un grupo de naciones sostienen su primacía económica, política e ideológica sobre el resto del mundo y, por otro, en uno de los efectos fatales del sistema económico predominante que reside en la sobreacumulación, una descomunal cantidad de mercancías que no pueden venderse y que generan la incontrolable necesidad del gran capital de abrir mercados en todo el mundo, mercados que reciban los excedentes de producción o, en este caso particular, de dinero acumulado, que no puede invertirse en los países desarrollados porque han agotado ya, desde hace años, la capacidad de gasto e inversión que la realidad les permite. Este segundo problema, en el que centramos nuestro análisis, es causa esencial de los conflictos bélicos que desde hace décadas amenazan la paz mundial. La guerra es, por lo tanto, una necesidad económica en el imperialismo capitalista.

La esencia del imperialismo, como manifestación última del capitalismo, radica en un exceso de acumulación de riqueza en un centro de poder financiero que tiene como servidor al Estado. Cuando hablamos del Estado lo hacemos desde la perspectiva nunca reconocida, pero real, de aparato al servicio de la clase económicamente dominante. Desde finales de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se erigió principal potencia económica, desplazando a Gran Bretaña como el país hegemónicamente dominante. Después de la Gran Depresión de la década de los treinta, detonada por la caída de la bolsa de valores en Nueva York en 1929, los países más industrializados y económicamente más poderosos enfrentaron una disyuntiva aparentemente irresoluble: el capital acumulado o “ahorrado” en los grandes bancos no podía ser invertido, ni circular, dada su baja demanda entre las masas, cuya capacidad de compra casi alcanzaba los límites de la indigencia. Por ello, la industria y la banca debieron buscar una salida artificial que permitiera sacar el excedente y evitar una catástrofe que hiciera voltear a la humanidad hacia un sistema económico alternativo. Por ello, desde los años veintes, durante el período entreguerras (llamado así por la paz momentánea entre una guerra mundial y otra) la táctica del capital dio un viraje radical. Por un lado, se sustituyó la “producción estandarizada en masa” por el consumismo, una política que atraía a los compradores al mercado ofreciéndoles nuevas y más modernas alternativas de consumo en todas las ramas de la producción. Por otro, hizo de la publicidad una herramienta industrial, multiplicando la propaganda, creando “necesidades artificiales” e inculcando en el comportamiento humano la necesidad de comprar sin necesitar. Al no ser suficiente la propaganda ideológica, la industria incorporó a las mercancías la “obsolescencia”, es decir, la caducidad de los productos a corto plazo que obligaba a sustituirlos en un tiempo cada vez más corto. De tal manera que, durante el siguiente siglo, la producción se enfocó en crear necesidades artificiales propagadas por la “moda”, publicitadas por todos los medios posibles, siendo la televisión su principal escaparate y, finalmente, haciendo los productos cada vez de menor calidad, obligando al consumidor a sustituirlos en un plazo más corto. Esta táctica fue, sin embargo, insuficiente. Mientras los trabajadores no incrementaran su capacidad de consumo, mientras no tuvieran con qué comprar, ningún estímulo sería suficiente.

En medio de estas dificultades en las que se encontraba el capitalismo para sobrevivir, llegó, como solución aparentemente milagrosa, la Segunda Guerra Mundial. La conflagración más sangrienta y ruinosa de la que la humanidad tiene memoria permitió al capitalismo mundial sobrevivir, exportando todos sus excedentes para sufragar los gastos de guerra y haciendo de la industria militar su principal fuente de ingresos y egresos. Así se abría una grieta que permitiría al sistema respirar. Después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos, ya con la batuta del poder mundial, siendo el principal inversor entre las grandes potencias europeas y el prestamista del mundo entero, reconoció que, sin la guerra, es decir, sin la apertura violenta de mercados, sin la destrucción de civilizaciones enteras que hicieran necesaria una “recuperación” y una absorción gigantesca de capital, el sistema corría en todo momento el peligro de perecer. Por ello, y a partir del siglo XX las guerras en el mundo se sucedieron una tras otra. El keynesianismo, el desarrollismo y el tan aclamado New Deal, que buscaban atraer a las masas al consumo, fueron insuficientes y pasajeros; era preciso abrir más mercados en el mundo porque incluso con estos incentivos, los habitantes en países cúpula del imperialismo, particularmente norteamericanos, eran insuficientes para absorber el exceso de capital.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, comenzó, formalmente, la llamada Guerra Fría, que durante décadas le permitió al capitalismo norteamericano colocar en el mundo entero mercancías, sobre todo las que la industria militar requería. Numerosas bases militares fueron implantadas en más de la mitad del planeta; se destruyeron y reconstruyeron a modo nuevas naciones que se sometían inmediatamente a las exigencias imperialistas norteamericanas, aceptando mantener abiertas sus fronteras para recibir siempre y sin chistar, los excedentes del gran imperio. Esta política continuó incluso terminada la Guerra Fría, que para el capitalismo norteamericano fue un salvavidas. Continuaron Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Siria, etc. La guerra para Estados Unidos no podía terminar porque era el pulmón artificial que permitía respirar al sistema.

La creación de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) sirvió al imperio para consolidar su fuerza del otro lado del mar. Con el sometimiento de los países occidentales, arrastrados en esta enloquecida carrera hacia la muerte con el Plan Marshall; el capitalismo mundial, con el corazón en Norteamérica, podía contar con gobiernos aliados permanentes, que respondían no a los intereses de sus respectivos países, sino a los de los monopolios financieros que habían permeado cada arteria del sistema económico global. El imperialismo norteamericano logró, pues, someter a gran parte de la humanidad a su dinámica autodestructiva haciendo de la guerra el estímulo vital de su sobrevivencia. Sin embargo, existía en otra parte del mundo una fuerza que, desde mediados del siglo XX, se consolidaba a paso lento pero firme y seguro, y que, a principios de este siglo comenzó a desplazar el poder económico de las naciones ordinariamente dominantes; estaba en Asia y tenía su epicentro en China. Su consolidación como potencia económica cambiaría, necesariamente, la correlación de fuerzas en el mundo entero. Hoy vemos un reacomodo de fuerzas que abordaremos a mayor detalle en la segunda parte de este análisis.