Arde Francia

Arde Francia

Durante décadas, la idea del sueño occidental ha estado presente en la imaginación de cientos de millones de seres en todo el ancho mundo. A las grandes masas de los países llamados eufemísticamente “subdesarrollados”, por no decirles pobres y explotados, se les muestra la felicidad de los países occidentales como un triunfo palpable del sistema. La ilusión del paraíso americano se sostenía en que la vida de este pueblo, no sólo de las élites que controlan la riqueza o que gobiernan el país, era una vida de prosperidad y, sobre todo, de seguridad plena, que es lo más cercano a una definición certera de felicidad. Si uno hojeaba la realidad de occidente, en cualquier libro de difusión, quedaba maravillado con la organización del sistema educativo, del sistema de transporte, de salud o de trabajo. En el imaginario universal, sobre todo a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, con el advenimiento de los “milagros económicos”, producto de una política proteccionista y un keynesianismo de Estado, se ha grabado la certeza de que si en tres cuartas partes del planeta el capitalismo significa destrucción, caos y miseria, existe una cuarta parte privilegiada en la que todos los seres viven plenos de felicidad. La credibilidad del sistema radica en que el capitalismo es funcional en el “primer mundo”, por lo que la destrucción del tercero (pocos saben a ciencia cierta a qué refiere el “segundo mundo”), es justificable y necesaria. Sin embargo, esta credibilidad comienza a mostrar fisuras cada vez más alarmantes. La grieta que destruye el mito del neoliberalismo se ensancha rápidamente y la veracidad del sueño americano o europeo es más difícil de sostener cada día.

El 2 y 3 de marzo de 2023, el Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP), en un sondeo de opinión sobre el clima social del país, «señala que el 48% de los ciudadanos están “indignados” y que “casi uno de cada dos desea (...) un estallido social» (Le Monde diplomatique). La mitad de la población en Francia, cuestionada sobre la reforma a las pensiones que pretende imponer el presidente Emmanuel Macron, prefiere un estallido social antes que permitir que aumente la edad para la jubilación de 62 a 64 años. Los franceses entienden bien lo que significa un “estallido social”. Detonaron con la toma de la bastilla en 1789 toda una oleada de revoluciones en Europa; decapitaron,  en 1793, al rey Luis XVI, desterrando a la Monarquía; en 1848, miles de trabajadores bañaron con su sangre las principales calles de París para defender a Francia de la reacción y la contrarrevolución; más aún, en 1871, al frente de decenas de miles de obreros, un grupo de Comuneros, emulando a la Comuna Revolucionaria de 1789, tomaron París e instauraron el primer gobierno proletario de la Historia. El saldo de este “asalto al cielo” fue de 20,000 obreros muertos y más de 40,000 arrestados. Si algo queda claro es que esta nación tiene conciencia histórica y cuando habla a favor de un estallido social, sabe muy bien de qué habla.

¿Es suficiente el aumento en la edad de jubilación para justificar un “estallido social”? Posiblemente parezca no serlo, pero las revueltas en París y en varias ciudades del país galo por el decreto de Macron sobre la reforma en las pensiones indican lo contrario. El actual presidente de Francia no parece pensar en echar marcha atrás a pesar de que «tres cuartas partes del pueblo francés se oponen a los recortes [...] y dos tercios quieren una huelga general para bloquear la economía e impedir su adopción» (WSWS.org). El impopular impacto del recorte sólo pudo hacerse posible mediante la imposición. No hubo una votación parlamentaria para aprobar la reforma; fue impuesta por la primer ministro Elisabeth Borne, gracias a un artículo casi dictatorial de la Constitución que permite estas reformas sin estar sujetas a votación. Las consecuencias: más de tres millones y medio de franceses tomando las calles; represión policiaca; cientos de detenidos y un llamado a la “huelga general” para paralizar toda Francia y obligar al gobierno a deponer la reforma. Hoy París tiene más aroma de Bastilla que de capital del amor.

La reforma por sí misma no provocaría en cualquier otra circunstancia una movilización y un despertar político de tal envergadura. Lo que vemos en Francia es el cansancio, el agotamiento de un sistema que, en aras de no sacrificar su esencia, de negarse a planificar la producción y distribuir más equitativamente los ingresos, pretende devorarse el último bocado que ha dejado intacta la privatización, el último resquicio de protección de la clase trabajadora que era, hasta ahora, el control estatal de los servicios públicos. Atentar contra la edad de jubilación es pisar un campo minado, pero al parecer el capitalismo y la grosera y antipopular política neoliberalista se están quedando sin opciones. Lo que los franceses alcanzan a percibir es que, si dejan pasar esto, seguirán, inmediatamente, el sistema educativo, el sistema de salud o el transporte. La oligarquía financiera, a la que representa Macron, ha mostrado los dientes; va en Francia y en Occidente todo, por las conquistas que a los trabajadores les costó siglos obtener. El sueño capitalista se torna pesadilla y esto, apenas comienza.

Una última consideración a modo de advertencia. La tan impopular medida fue censurada por algunos miembros del parlamento entre los que destacan, sobre todo, los partidos de la derecha y la ultraderecha, encabezados por Charles Cousen y Marine Le Pen. Sólo un grupo de la izquierda, el Partido Francia Insumisa, al frente del cual está el popular pero poco determinante Jean-Luc Mélenchon, se sumó a la censura. No fue siquiera el encargado de hacerla. Suenan ya las campanas a duelo por la izquierda neoliberal, Francia y el mundo deberán buscar a sus representantes en el seno de su propia clase. Los franceses, que históricamente representaron la parte políticamente más despierta de Occidente han encendido nuevamente la chispa de la insurrección. Posiblemente las manifestaciones se detengan en algún momento; pero la advertencia está hecha, para Francia, para Europa y para el capitalismo en su conjunto. El sistema comienza a mostrar fisuras y el descontento social es apenas una muestra de ello.