La revolución pendiente

Por: Abentofail Pérez

La revolución pendiente

(Parte II de III: El trauma de la revolución)

Entendida la revolución como el paso del poder de una clase a otra, tal y como vimos en el artículo anterior, es preciso ahora extraer el concepto de la esfera de lo abstracto y llevarlo a lo concreto, la práctica, último criterio de verdad. La filosofía como arma espiritual para el proletariado sólo es útil cuando logra transformaciones concretas y terrenales, es decir, cuando ha logrado bajar de los cielos a la tierra y muestra su efectividad en el terreno material. De tal manera que no es suficiente con encontrar el concepto, mismo que ya revisamos en el artículo anterior; ahora es preciso ver cómo opera ese concepto abstracto en el terreno de la historia, es decir, en el terreno humano.

Partiremos, para no perder de vista nuestro objetivo, del México Colonial, es decir, de ese México construido a partir de la conquista española, creado sobre los restos de una gran civilización y bañado en sangre y salmos por los invasores. Partiremos de ese mestizaje hecho de diversas culturas y razas, cuya amalgama se logró con la espada y los grilletes de una nación técnica y militarmente más avanzada, y que si bien no borró definitivamente el legado de las antiguas civilizaciones, sí obligó a la historia nacional a dar un giro radical, cuyo fin último consistía en encadenarnos al tren del “progreso”, en el que pasamos a constituir la leña que requerían las calderas para seguir funcionando, es decir, la fuerza de trabajo esclava que reclamaban los conquistadores a la otrora civilización más grande de América.

En esas condiciones vivió nuestro país por más de trescientos años. Es necesario destacar, dado que a veces perdemos el sentido histórico, que esa época duró cien años más de la nueva etapa que hasta ahora lleva de vida la nación mexicana. Fueron tres siglos de esclavismo enmascarado, forma histórica del feudalismo en México; tres siglos de una abierta y descarnada lucha de clases en la que, después de los primeros cien años, había desaparecido el 80% de la población indígena (según Bartolomé de la Casas, en 20 años murieron en México cuatro millones de indígenas); tres siglos de oscurantismo en los que la Iglesia y la Santa Inquisición acumularon tanto poder como ninguna otra institución, persiguiendo y torturando arbitrariamente a todos los enemigos, no de su Dios etéreo, sino del Dios terrenal: el brillante e irresistible oro; trescientos años pues, de vivir bajo el yugo militar y espiritual del conquistador. 

Después de esas tres centurias, siguiendo a una inexorable ley histórica, las cosas tenían que cambiar. La realidad a veces tarda mucho en hacer comprender sus lecciones, pero, siempre y cuando no sea demasiado tarde, lo logra. Las contradicciones entre una clase y otra se habían agotado ya en el México colonial: En 1809 el 60% de todos los ingresos de la Nueva España fueron a parar a manos de la corona, mientras que, de los 6 millones 600 mil pesos restantes, únicamente 400 mil se utilizaron para los gastos internos. A su vez, dos terceras partes de los 400 mil fueron destinados a los gastos de la burocracia y el clero. ¿Qué quedaba para los productores de la riqueza?, 130 mil pesos que debían distribuirse entre todos los trabajadores mexicanos. En estas condiciones, que se hacían cada vez más insufribles año con año, estalló la primera revolución en nuestro país.

En 1810, Miguel Hidalgo encabezó el levantamiento militar. Su proclama, a pesar de lo que la historia oficial ha intentado demostrar, fue, desde el primero hasta el último día: “tierra para los campesinos”. No buscaba la independencia en primera instancia; era un efecto secundario, considerando que quienes habían arrebatado la tierra al pueblo eran precisamente los conquistadores extranjeros. A diferencia de la facción criolla, encabezada por Allende, que quería, sobre todas las cosas, la separación de España para aspirar a los puestos políticos que los peninsulares les negaban, Hidalgo representaba el instinto del pueblo: “¡Queremos tierra!, y si eso requiere independencia, entonces también queremos independencia”. La revolución de Hidalgo fracasó precisamente por sus altas aspiraciones sociales. No entró a la Ciudad de México más allá de su instinto religioso, porque sabía que el contragolpe no lo podría soportar, que era necesario hacerse más fuerte para conquistar lo que le había prometido a la gigantesca masa que lo seguía con los ojos cerrados, guiado por el hambre y el instinto de venganza, todavía no por el instinto de clase.

A la muerte de Hidalgo, Morelos tomó el control del movimiento revolucionario. Morelos era más capaz en términos militares y políticos que su maestro. Su objetivo era el mismo, pero se vio, al igual que Hidalgo, frenado por aquellos que, dentro de su movimiento, sintieron demasiado radicales y populares sus exigencias. López Rayón jugará ahora el papel de Ignacio Allende. Los criollos, la naciente burguesía mexicana, temían ir demasiado lejos y dejar el poder en manos del pueblo; para ellos eran solamente la carne de cañón. Instintiva, aunque todavía no conscientemente, sabían que eran sus verdaderos enemigos, sus enemigos de clase. Esta lucha oculta, adormecida todavía en el momento de la revolución, aparecería una vez que las aguas se hubieran calmado y desplazaría todas las luchas superficiales que hasta entonces habían empañado el lente de la historia; la lucha de clases saldría a relucir al quitarse la máscara que la independencia ocultaba. La primera muestra fue la sustitución de “Los sentimientos de la Nación” de Morelos, por “La Constitución de Apatzingán”, auspiciada por Rayón. El primer documento era radical y enarbolaba las demandas más sentidas del pueblo. El segundo, el oficial, era sólo el cascarón, la forma sin el contenido.

El momento final de la Independencia, no el de la Revolución, fue grotesco, burdo y patético por su forma. Dejó claro que lo que se había conquistado era muy poco y que la verdadera contradicción, la contradicción entre las clases sociales en pugna, era ahogada y sofocada por la contradicción superficial: la oficial separación de la Nueva España de la metrópoli. Una vez aceptada por Fernando VII la Constitución de Cádiz, constitución de carácter liberal, la aristocracia novohispana, el viejo poder feudal, se escandalizó. Les quitarían sus privilegios, les arrebatarían el poder que por trescientos años habían resguardado a cal y canto. Sólo existía una forma de conservarlo: arrebatarles la demanda a los insurgentes, recoger la bandera bañada por la sangre de Morelos, Hidalgo y cientos de miles de indígenas y campesinos, y cubrirse con ella. Así se concretó nuestra Independencia. Iturbide, antiguo soldado de Félix María Calleja, Virrey de México y jefe del ejército realista, fue el encargado de representar el papel principal en esta triste comedia. Abanderando los intereses de la aristocracia mexicana, con el auspicio del clero y el ejército, se encargó de finiquitar el asunto firmando formalmente los tratados de Córdoba, en cuyo documento también aparece, casi de manera ilegible, tal y como correspondía a su papel, la firma del insurgente utilizado para darle credibilidad a la pantomima: Vicente Guerrero.

¿Cambió el poder de una clase a otra? ¿Se transformó la estructura económica de nuestro país? ¿Hubo revolución al finiquitarse la Independencia en 1821? No. La Independencia fue eso, una separación geográfica y hasta cierto punto política de México con respecto a España, pero el órgano social continuó funcionando como antes. Aún así, la revolución estaba ya comenzada, la herida había sido abierta y México respiraría por ella durante los siguientes cien años. Ahora la rivalidad sería entre el viejo sistema feudal, representado por los conspiradores de la Profesa, y los herederos de Allende y López Rayón, la naciente burguesía que no estaba preparada para tomar el poder en 1810, pero que continuaría su lucha, hasta lograrlo, cien años después. Los campesinos, los indígenas, los trabajadores de México siguieron viviendo igual. Aparecerían nuevamente para cauterizar le herida logrando el triunfo de la primera revolución, pero, como podemos comprobar hoy en día, después de servir como carne de cañón, regresarían a sus chozas con las manos vacías, o llenas, a lo sumo, de la sangre de sus hermanos de clase. No podía ser de otra manera, el pueblo no estaba preparado aún para entenderse como clase en sí, no podía haber adquirido en ese momento la conciencia necesaria para encabezar la revolución, las condiciones objetivas se lo impedían. Pero para no abrumar al lector, hablaremos de esto en la siguiente parte de esta crítica.